Roberto Aparici y David García-Marín
En 1932, Aldous Huxley publicó la primera edición de su novela Un mundo feliz,
un retrato de un mundo distópico en el que los individuos son
programados y segmentados en diferentes categorías que aniquilan toda
creación personal y tribalizan a una sociedad donde el entendimiento
intergrupal resulta imposible. En la historia de Huxley, cada individuo
debe permanecer en su lugar, pensar y hacer lo que se espera de él. Un
mundo de posverdad y de burbujas sociales diseñado para el control. Una
realidad que sentimos presente en nuestros días.
Desde que Pariser introdujo el concepto de filtro burbuja para
explicar la construcción de nichos ideológicos en Internet, gran parte
de las investigaciones sobre la desinformación se han centrado en
describir cómo los usuarios de las redes se recluyen en estas cámaras de
eco ideológicas.
Utilizando potentes instrumentos de big data, estos estudios han pretendido explicar la generación de estas burbujas en diferentes contextos, como el procés
catalán o las elecciones estadounidenses de 2016. Este tipo de
investigaciones pretenden analizar cómo se configuran estos espacios
ideológicos, qué magnitud tienen y quiénes los constituyen.
Sin embargo, para comprender
correctamente el fenómeno de la posverdad en el mundo digital no debemos
situarnos en la mera descripción de estas burbujas, sino profundizar en
el análisis de la interacción del individuo dentro de las mismas, es
decir, descubrir los procesos que suceden en su interior.
Estos análisis resultan fundamentales ya
que estas burbujas constituyen el canal donde la falsedad llega más
lejos y circula a mayor velocidad.
Burbujas analógicas y digitales
Las burbujas informativas e ideológicas
siempre existieron. Antes de la llegada de la web, todos leíamos el
periódico que más se ajustaba a nuestra forma de mirar el mundo,
escuchábamos la emisora de radio que sintonizaba mejor con nuestras
creencias, seleccionábamos los contenidos televisivos y radiofónicos en
función de nuestros gustos, participábamos en las asociaciones y
colectivos que mejor representaban nuestros ideales, solíamos frecuentar
los espacios donde nos sentíamos cómodos y elegíamos nuestras amistades
por motivos de afinidad. Toda nuestra vida se construía a partir de
grandes burbujas.
Todos estos hábitos continúan teniendo presencia en nuestro día a día. Un estudio de la Universidad de Stanford sobre la polarización política en Estados Unidos
concluyó que este fenómeno se presenta de manera más agudizada entre
los grupos demográficos con menor presencia en las redes sociales: los
mayores de 65 años. Estudios de este tipo limitan la influencia de las
redes digitales en la fabricación del tejido social actual, altamente
segmentado en nichos.
En efecto, las redes no son las
responsables ni de las burbujas informativas ni de la división social.
Ambas ya existían antes de las redes.
Entonces, ¿qué novedades ha traído el ecosistema digital? En nuestro último libro titulado La posverdad. Una cartografía de los medios, las redes y la política (Gedisa, 2019), señalamos que la clave que explica la tendencia fake
y la propagación de bulos y noticias falsas en las redes se encuentra
en la radicalización derivada de la nueva gramática de la interacción de
los usuarios tanto con la información como con los otros en la Red. En
definitiva, cómo nuestro comportamiento dentro las burbujas digitales
nos lleva hacia los extremos y cambia nuestras formas de representación
del mundo.
Radicalización de nuestras posiciones
En las burbujas analógicas, el consumo
de los medios seguía un patrón individual. Nos colocábamos ante al
periódico o frente al televisor desde la privacidad de nuestros hogares.
Construíamos nuestra percepción de lo real en la soledad de nuestra
burbuja. En el siglo XXI, las reglas del juego han cambiado. La
información nos llega de forma creciente a través de otro tipo de
cámaras de eco. Ruidosas, aceleradas y multitudinarias, estas burbujas
digitales no nos sitúan en un bando ideológico. Seguramente ya lo
estábamos antes de nuestra penetración en ellas. Su efecto se centra en
el refuerzo y la radicalización de nuestras posiciones. Fortalecen
nuestro sentimiento de pertenencia a un grupo incrementando la distancia
con los grupos contrarios. Producen universos sociales simbólica y
efectivamente violentos.
Para la socióloga experta en cultura digital Zeynep Tufekci,
“la lectura de los medios sociales se asemeja a lo que sucede en los
estadios de fútbol, donde escuchas los gritos del equipo contrario
mientras tú te sientas con los de tu bando”. Como señala Jaron Lanier,
“integrados en una manada y llevados por la presión social del grupo,
somos capaces de pensar y hacer cosas que serían inconcebibles en
situaciones de soledad”.
Influencers
En estas cámaras de eco, la influencia
no está equitativamente repartida, sino que existen líderes de opinión
configurados como oligarquías participativas que concentran gran parte
de la relevancia. Esta situación provoca que la distribución de la
influencia siga el modelo de la larga cola, donde los contenidos de muy
pocos usuarios producen la mayor parte del impacto, mientras que la
mayoría de los miembros de la burbuja tienen un alcance muy limitado.
En este contexto, lo más interesante es observar cómo, por primera vez, cualquier ciudadano puede descubrir la opinión de estos influencers
a propósito de cualquier asunto que circula en el interior de las
cámaras de eco. En nuestras burbujas analógicas, resulta imposible
conocer la visión de las figuras de referencia con respecto a la mayoría
de los asuntos polémicos de índole política y social. A través de la
prensa o de la radio, podemos conocer solo la perspectiva de unos pocos
expertos.
Sin embargo en las redes, las
valoraciones constantes y ubicuas de una multiplicidad de líderes de
opinión, periodistas famosos, referentes políticos e ideológicos, gurús,
medios hiperpartisanos y figuras del deporte o del mundo del
espectáculo constituyen un potente refuerzo ideológico para aquellos
que, siguiendo sus sesgos cognitivos, están siempre dispuestos a
reforzar los cimientos de su propia visión túnel.
Asimismo, cada burbuja digital nos lleva
a otras burbujas que tienden a reproducir su mismo sesgo ideológico.
Según nuestras investigaciones centradas en la producción y difusión de
la desinformación en las redes, cada burbuja constituye la puerta de
entrada a otras cámaras de eco donde se repiten los mismos mensajes.
Está demostrado que la mayoría de los
hashtags de carácter político en Twitter construyen redes de etiquetas
formadas por espacios digitales de la misma tendencia ideológica. Se
produce una estructura narrativa de trama y subtramas –hashtags y
subhashtags– donde cada burbuja filtra el acceso a otras similares en un
infinito juego de muñecas rusas que apenas deja espacio para la
elaboración de contradiscursos que diversifiquen la conversación.
Contexto y diálogo social
A diferencia de lo que sucede en las
burbujas analógicas, en las cámaras de eco digitales la información
carece de contexto. Aunque no exentos de responsabilidad en la
circulación de la falsedad, los medios analógicos tienen mayor capacidad
de ofrecer al usuario ciertas explicaciones, ciertos marcos, que sitúan
los contenidos en un espacio y lugar determinado, otorgan significado y
justifican la aparición de las informaciones en el propio medio. Los
marcos contextuales hacen que los relatos sean entendibles. En las
burbujas digitales, somos permanentemente golpeados por pequeñas piezas
de información sin ese background previo fundamental. Muchas veces, sin referentes ni fuentes fiables. Sin enunciador claro.
El modo de interactuar con la información en estas cámaras de eco digitales a partir del scroll
(el deslizamiento de la interfaz para consumir los contenidos a modo de
línea temporal) provoca la lectura superficial, veloz y efímera de una
serie de textualidades ordenadas algorítmicamente en función de los
gustos, creencias, patrones de navegación y acciones previas (likes, retuits y comentarios) del usuario.
El algoritmo de las burbujas funciona
bajo una lógica de la reproducción al mostrar en primer lugar a los
sujetos y los contenidos que mayor relación guardan con el usuario,
estableciéndose un patrón endogámico de visualización de los relatos
digitales que genera una evidente expulsión de lo distinto.
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