Sunday, 21 October 2018
Migrantes hondureños: La marcha de los "condenados de la tierra" Primero fueron 300 hondureños y hondureñas que se encolumnaron en una de las carreteras. Proceden de todos los confines del país, de Tegucigalpa muchos, pero también de San Pedro Sula y la Ceiba, entre otros. El lema que los une y moviliza es significativo: “Vamos a los Estados Unidos a decirle a Trump que nos deje entrar porque aquí ya no se puede más con el hambre y la miseria”.
Primero fueron 1.300 hondureños y hondureñas que se encolumnaron en una de las carreteras. Proceden de todos los confines del país, de Tegucigalpa muchos, pero también de San Pedro Sula y la Ceiba, entre otros. El lema que los une y moviliza es significativo: “Vamos a los Estados Unidos a decirle a Trump que nos deje entrar porque aquí ya no se puede más con el hambre y la miseria”.
Migrantes hondureños: La marcha de los "condenados de la tierra"
Al frente, mientras caminaban a buen paso hacia Guatemala primero, para luego seguir a México, iba como coordinador, Bartolo Fuentes, ex diputado del Partido Libre y comunicador popular, quien describía la singular manifestación como un acto de urgente necesidad para “no seguir muriéndonos, los más pobres, sin hacer algo para visibilizar lo que está pasando aquí”. Ya a esa altura, el millar del arranque se había triplicado, ya que al ver pasar la columna, no fueron pocos los que abandonaron sus ranchos para sumarse en la caminata.
El “aquí” del “compa" Bartolo (como lo denomina el gentío) sintetiza la realidad de un gobierno ilegítimo, el de José Orlando Hernández, ese al que cientos de miles de hondureños le gritaron en la última elección “Fuera JOH”, porque adivinaban que el fraude iba a ser gigantesco. Y así fue no más: el odiado JOH siguió mandando dictatorialmente, permitiendo que los crímenes de campesinos, de lideresas, de estudiantes, de periodistas, sigan siendo moneda corriente en un país que, después de ser derrocado Mel Zelaya, se convirtió en un infierno.
Allí van entonces, mujeres con su bebés envueltos en improvisadas mantas, otras con carritos y pequeños bultos de ropas. Casi con lo puesto van estas doñas, junto a sus compañeros de vida, a sus padres ancianos, y hasta algunos animalitos domésticos, ya que hasta eso pudo verse en los primeros tramos de la marcha, en los que niños escondían en sus abrigos alguna gallina o un gatito.
No dudan que la tienen más que difícil estos marchitas, porque conocen los dichos de Trump sobre los migrantes, pero también saben que cuando los hijos e hijas se mueren de enfermedades curables o las pancitas comienzan a inflarse por la hambruna, todo recurso es válido para detener la miseria. Hasta tener la peregrina idea de que en los Estados Unidos podrán “comenzar de nuevo”.
En su decisión desesperada (solo ese estado de ánimo puede generar semejante éxodo de tantos pies doloridos) no hubo nada que les impidera seguir caminando: ni las amenazas de no dejarles pasar, que hizo el Gobierno guatemalteco, pero que luego rectificó y les ofreció de mala gana alojamientos provisorios, esperando que sigan su recorrido. Aunque, para cumplir con la exigencia de JOH, detuvo y deportó al ex diputado de Libre.
Tampoco los arredró la prepotencia del presidente mexicano Peña Nieto, que como sumiso delfín de Washington, quiere cortarles el paso en Chiapas, luego ordenó reprimirlos con bombas de gases, que afectaron cruelmente a los más chiquitos y, finalmente, cuando ya la atención mediática mundial puso sus ojos en ese rincón del sudeste mexicano, aparecieron algunos tímidos ofrecimientos de “hospedajes” para frenar la oleada. Mientras esto ocurre, el gigantesco puente sobre el río Suchiate, en el límite entre Guatemala y México se llena de gritos (“Déjennos pasar”, “No podrán detener a miles”) y los más osados se lanzan a nado o improvisan balsas para cruzar hacia Ciudad Hidalgo.
Por su lado, Trump no para de amenazar, y esta vez además chantajea. Habla a los gritos de deportar a unos 57.000 hondureños que han vivido en Estados Unidos desde que un devastador huracán arrasó su país hace dos décadas. Sugiere además, que otras 428.000 personas de diversos países podrían enfrentar el mismo destino, ya que sus TPS (Estatus de protección temporaria) también expiran este año y es previsible que no sean renovados. El mandatario quiere que los pobres se peleen con sus hermanos de penurias, que sean ellos los que pongan el grito en el cielo para detener a los que hoy buscan un hueco para colarse desde tierras mexicanas.
En tanto, las organizaciones sociales y de derechos humanos mexicanas hacen lo imposible por ayudar a mermar las aflicciones de estos nuevos “condenados de la tierra”, improvisan redes solidarias de alimentación y alcanzan medicamentos. Los curitas del pueblo como Raúl Vera y Alejandro Solalinde, acusan al gobierno de Peña Nieto que se deje de hipocresías y deje pasar a quienes padecen los mismos problemas que "miles de compatriotas”. "Son nuestros vecinos, -dice Vera, quien sostiene albergues populares para migrantes- y sabemos que tienen razón, huyen del hambre, de la miseria, de la violencia; huyen de las peores condiciones”.
La suerte está echada para estos primeros miles, y no están dispuestos a retroceder. “Nos tendrán que matar a todos pero no volveremos”, confiesa una mujer con tres niñitos. Detrás de estas decisiones extremas es inevitable no ver la paradoja de la tragedia.
Huyendo del capitalismo salvaje y sus consecuencias, la columna avanza hacia la casa matriz de todos los males del Tercer Mundo. Desafían su poder bélico, sus muros, sus perros amaestrados para despedazar a quienes intenten cruzar la frontera. La “tierra de los ricos” es una fantasía, pero quién se atreve a convencer a estos miles de hombres y mujeres que no está allí donde ahora se la imaginan, la medicina a sus dolores.
El capitalismo mata, esa es la transparente realidad. En Honduras, en Guatemala, en México. Ni qué decir en esos Estados Unidos de Norteamérica, surgidos de invasiones de territorios y de masacres de pobres como los que ahora tratan de traspasar la frontera.
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