Por Guilherme de Alencar Pinto: Estaba todo previsto para que este fuera el año de Beethoven. Pandemia mediante, los 250 años del natalicio del pobre Ludwig vienen teniendo como principal celebración la “Para Elisa” desafinada de los camiones de supergás que cruzan las calles semivacías. Nada impide, sin embargo, aprovechar ese cuarto de milenio (que se cumple a fin de año) para resumir el aporte de uno de los compositores que más contribuyeron a definir nuestro vínculo con el arte.
Ludwig van Beethoven (1770-1827) es quizá el compositor más influyente de la historia de la música. A partir del siglo XX, la música popular tuvo una masividad que no era alcanzable en sus tiempos, pero en ella el portador de influencias es la interpretación, no la composición, y, además, la gran segmentación de ese sector impide que se destaque una figura, cosa que sí es posible en la cultura eurocéntrica del siglo XIX. Sólo Wagner (1813-1883) puede hacerle mella, pero hay que señalar que la idolatría suscitada por este estuvo siempre potenciada por una controversia encendida, mientras que el caso de Beethoven se parece más a la de su casi casi coetáneo Artigas, es decir, se convirtió en una figura casi intocable y reivindicada por todos (en la famosa controversia entre Wagner y Brahms, ambos fundamentaban sus posiciones evocando a Beethoven).
Con Beethoven se da un fenómeno único: hay una etapa extensa de su trayectoria –el momento en que él operó de forma más concentrada su revolución musical– en que parece que no había otro compositor en el mundo. En 1803, Joseph Haydn (1732-1809) dejó de componer. De ahí hasta 1813, cuando Rossini (1792-1868) embocó sus primeros éxitos operísticos, no hay obra alguna, que no sea de Beethoven, que integre el repertorio habitual de los conciertos, grabaciones, que esté en la memoria común o haya ejercido una influencia significativa. Recién a partir de ese momento empezaron a surgir las primeras composiciones relevantes de Schubert, Paganini, Weber y Meyerbeer, que prepararon la llegada de la llamada “generación romántica” (Berlioz, Mendelssohn, Chopin, Schumann, Liszt, Wagner).
Por supuesto, durante esos diez largos años de soledad histórica de Beethoven, la vida musical siguió tan activa como siempre. Cada corte, cada iglesia y cada municipalidad tenía su maestro de capilla. Los nombres más destacados, como Spohr, Reicha, Cherubini, Hummel, Boieldieu, Méhul, Gossec, Kozeluch, Dussek, Ries, Spontini, Paer, Paisiello y Mayr rellenan los libros de historia, porque quedaría poco serio no poner a nadie. Pero ¿cuántas personas que no tengan el oficio de musicólogos tuvieron un contacto real con alguna de sus producciones? Quienes estudiaron piano a la antigua habrán sufrido las piezas didácticas, increíblemente aburridas, de Czerny, Cramer o Clementi. Del que todos sí escucharon hablar fue de Salieri, cuya exagerada fama de compositor mediocre se debe a las versiones ficcionales de la leyenda urbana de que, envidioso, envenenó a Mozart (cuyo hijo Franz Xaver Mozart también integra esa legión generacional de compositores olvidados).
Esos diez años en que la historia hace un “primer plano” (en sentido cinematográfico) sobre Beethoven, y que deja a los demás como extras fuera de foco al fondo, se puede explicar de dos maneras. Lo más racional sería asumir que la versión hegemónica de la historia, Beethoven-céntrica, borró esos nombres en forma injusta o determinó criterios de valor moldeados por Beethoven en los cuales ellos no encajan. La otra explicación sería mágica, aunque la sensibilidad romántica, con su propensión teleológica, podría aceptarla: el resto del mundo se replegó expresamente para que el destino histórico se pudiera cumplir, sin impedimentos, a través del avatar elegido por las musas: Beethoven.
El relato canónico hizo mucho por romantizar a Beethoven con el estereotipo del genio artístico: el hombre de personalidad impulsiva, consciente de su propia grandeza y en eterno conflicto con las circunstancias; desgreñado y descortés, porque su concentración en la inspiración no le dejaba tiempo para pequeñeces prosaicas. Encima de sufrir de una gran infelicidad en el amor, fue acometido por el golpe cruel de quedar privado de la audición. En vez de doblegarse frente a esas dificultades, respondió componiendo unos monumentos de magnitud sin precedentes, como sacándole la lengua al destino en un estilo que, a veces, podía ser avasallantemente furibundo. Era fácil sentir esa música como un reflejo espontáneo de su personalidad excepcional y de los eventos de su vida, y ese componente de sinceridad podía excusar extrañezas que, en otras circunstancias, hubieran sido tomadas como errores. Aun en vida, se generó con él (y él cultivó) esa idea historicista de que estaba “adelante de su tiempo”, y quedó como un crack, porque efectivamente el futuro le dio la razón.
Beethoven se convirtió en la personificación ideal de la afirmación de un humanismo individualista y de la sustitución de una estética de lo bello por una estética de lo sublime. Su música ya no funciona como un ornamento convencionalmente agradable para la vida, sino que es un objeto extraño cuya apreciación exige esfuerzo, y la recompensa no es el simple placer inmediato, sino la elevación trascendente, la iluminación del espíritu. Entran en juego criterios como los de la originalidad, la innovación e incluso el de un cierto grado de desacomodo, de provocación al público. Forcejeó con los límites (de lo técnicamente tocable, de lo estéticamente soportable) y contribuyó a establecer nuestro modelo de consumo musical, es decir, el que jerarquiza radicalmente a los creadores e intérpretes profesionales y los opone a un amplio público pasivo que paga por el acceso (relegando los otros formatos, el de la música doméstica y el de las músicas funcionales de las cortes e iglesias).
Es muy fácil poner en duda la seriedad de un vanguardista que hace cosas incomprensibles, pero Beethoven bloqueó esas críticas demostrando un indiscutible virtuosismo de escritura también en terrenos conocidos, y, además, logró movilizar el entusiasmo popular de su tiempo y del nuestro: aparte de “Para Elisa”, todo el mundo conoce su “Oda a la alegría”, la “Sonata del claro de luna”, el cha cha cha chaaaan que empieza la Quinta sinfonía, o incluso la música del programa de televisión Chespirito (que proviene de Las ruinas de Atenas, 1811). Junto a esas piezas integradas al folclore global hay como cuarenta más que son archiconocidas de los frecuentadores de conciertos, y no hay nada que lleve su firma que no suscite curiosidad, que no esté disponible en ediciones impresas de partituras o no se consiga en grabaciones.
Beethoven produjo un gran impacto por haber hecho lo que hizo y por haber sido como era, pero también hubo, entre sus contemporáneos más jóvenes y en las generaciones siguientes, muchas ganas de que existiera una figura como él. La sensación es que vino a ocupar un lugar que estaba ahí, a la espera de ser ocupado. Para satisfacer ese deseo colectivo, los relatos de su vida y obra suelen ser parcializados. Se puso mucho énfasis en su apoyo a la revolución francesa y en su admiración por Napoleón; el alma liberal demócrata vibra con la anécdota de que, cuando Napoleón se autoproclamó emperador (1804), Beethoven, que había recién completado una Sinfonía Bonaparte, se indignó y quitó su nombre del título (la obra se publicaría como Sinfonía heroica). El título original fue tachado en forma tan intempestiva que agujereó el papel. Este precioso registro de la furia beethoveniana (la copia agujereada) persiste en la biblioteca de la Gesellschaft der Musikfreunde, en Viena, y apoya la idea del compositor como un decidido revolucionario, republicano y antiautoritario. El resto de la historia, aunque no es ningún secreto, no hizo tanta leyenda: con el paso de los años, Beethoven tendió a hacerse más conservador, y su cercanía personal y profesional con miembros de la aristocracia, además de un cambio global de sensibilidad, lo hizo menos propicio a la idea de cambios sociopolíticos revolucionarios.
La vida
Por haber nacido en la ciudad de Bonn (el 16 de diciembre de 1770), Beethoven suele ser vindicado por Alemania como un compositor alemán. Bonn era la sede del Arzobispado de Colonia, un electorado teocrático católico.
Su padre era músico y soñó con que fuera un niño prodigio, como había sido Mozart. Alcohólico, golpeaba constantemente al hijo para que diera todo de sí en los estudios. Ludwig nunca llegó al nivel descollante que Mozart había tenido de niño, pero cuando tenía 7, dio su primer concierto como pianista, y a los 11 escribieron el primer artículo periodístico sobre su talento. Cuando tenía 12, aparecieron las primeras publicaciones de composiciones suyas, y a los 13 fue nombrado organista de la corte de Bonn (el único empleo regular que tuvo en su vida).
En 1792 se mudó a Viena, becado por el gobierno de Bonn para estudiar con Haydn. Mozart se había muerto el año anterior, y todos veían a Beethoven como el nuevo Mozart. Vaya mochila pesada para cargar, sumada a la presión sufrida desde niño. Es realmente admirable que Beethoven haya podido contemplar con humildad y lucidez sus diferencias con su ídolo y modelo: componer le resultaba mucho más difícil y el momento histórico-estético estaba cambiando. Incluso tras haberse convertido, de inmediato, en una de las más importantes personalidades musicales de Viena, en vez de dejarse inflar, siguió buscando ayuda (luego de las clases con Haydn, estudió con Johann Georg Albrechtsberger y con Salieri). Aunque ya tenía composiciones publicadas, recién a los 24 años se dignó a considerar que empezaba su obra canónica, estampando su colección de tríos como “opus 1”. Se atrevió con su Primera sinfonía a los 29, una edad en la que Mozart ya había escrito una cincuentena de sinfonías.
Así fue estableciendo su modalidad, la de escribir relativamente pocas obras pero de alto impacto, mientras causaba furor como pianista, incluso más virtuoso que Mozart, aunque con un sonido más duro. Todo parecía ir viento en popa cuando, en 1801, se percató de una notoria pérdida de audición. Al año siguiente, los médicos concluyeron, correctamente, que el proceso era irreversible y que, con el paso de los años, quedaría totalmente sordo. Es entonces que Beethoven redacta su testamento de Heiligenstadt, dirigido a sus hermanos, pero que luego le habla a Dios y a la humanidad. Allí manifiesta el propósito de suicidarse, pero luego recapacita frente a la necesidad de seguir creando. El lenguaje tiene mucho de la cursilería que caracterizó a Beethoven, tanto en la expresión verbal como en la musical, cuando pretendía volcar sentimientos y pensamientos elevados. El documento nunca fue enviado y, al igual que su otro escrito famoso, la carta a la anónima “amada inmortal” (1812), fue encontrado entre sus pertenencias luego de su muerte, como si él tuviera la pretensión de que esas proclamas contribuyeran a direccionar, románticamente, la imagen que la posteridad tendría de él.
Beethoven sublimó sus frustraciones en obras monumentales, que empiezan en forma dramática y afligida, pero que, luego de un sufrido proceso de lucha y esfuerzo, arriban a la victoria. En su tiempo, no todos entendían esa música compleja, intensa, extraña y desmesurada, pero para muchos, sobre todo jóvenes, fue la encarnación misma de una sensibilidad nueva. En su histórica crítica (1810) de la Quinta sinfonía, E T A Hoffmann considera que “la música de Beethoven […] enciende ese anhelo infinito que es la esencia del Romanticismo”.
En Viena, Beethoven prescindió de tener empleo fijo, lo que no era usual, salvo en el mundo de la ópera. Prefirió preservar su independencia y lanzarse al mercado cumpliendo encargos puntuales y vendiendo piezas a editores de partituras. No era un camino fácil (Mozart había tratado de emprenderlo y murió pobre, dejando desvalida a su familia), pero, en la práctica, pudo subsistir. Hubo un momento especialmente desalentador, en 1808, en el que consideró capitular y aceptó el ofrecimiento de Jerónimo Bonaparte para asumir como el compositor oficial del reino de Westfalia. Ello inquietó sobremanera a la aristocracia vienesa, y un grupo de nobles de altísima jerarquía acordaron otorgarle una pensión vitalicia con la única condición de que siguiera viviendo en Viena. Ese ejemplo pionero de mecenazgo por subvención es muy significativo. Hasta unas décadas antes, un músico, por mejor que fuera, era visto por el aristócrata como un servidor encargado de agregar entretenimiento, placer y belleza a su vida, y un elemento más en su ostentación de magnificencia. Ahora, sin embargo, había cambiado la balanza de poder, ya que auspiciar las artes no era meramente un lujo, sino una necesidad. Había conciencia de que los esquemas mercadológicos del capitalismo industrial todavía no eran capaces de sostener la actividad artística altamente especializada que la civilización europea había desarrollado, de modo que el auspicio de la aristocracia era fundamental, y ejercer esa función contribuía a legitimar la nobleza. En los hechos, pasados más de dos siglos, los nombres de los príncipes Kinsky, Lobkowitz y Lichnowsky o del archiduque Rodolfo sobreviven por su asociación con Beethoven mucho más que por sus realizaciones políticas.
El valor de compra de la pensión vitalicia mermó pronto, debido a la fuerte inflación que siguió a las guerras napoleónicas. El aprieto económico fue uno de los motivos para la amargura que pautó sus últimos años. Otras razones fueron la sordera (ya entonces total), la soledad afectiva y la sensación de que, a partir de aproximadamente 1815, muchos del público y de la intelectualidad empezaron a preferir compositores más jóvenes y fáciles, como Rossini y Weber.
Aportes musicales Desde muy joven, Beethoven se destacó por la originalidad de su material temático y de su escritura instrumental. Se destacaba por la energía rítmica, un aspecto en que su único precedente, Vivaldi (1678-1741), en ese momento estaba totalmente olvidado. A ello Beethoven agregaba una impetuosa agresividad que es, quizá, su rasgo más reconocible.
Es muy común que historiadores y críticos dividan su obra en tres períodos, pero luego se ven en problemas para caracterizar esos períodos de una manera que condiga con la realidad. Podemos incrementar la precisión y reducir la incoherencia dividiendo cada uno de esos períodos en dos y sustituyendo las descripciones generales por el mero señalamiento de la presencia destacada de determinados rasgos. La primera parte del primer período (llamémoslo 1A) serían las obras de la infancia y adolescencia. El 1B vendría a partir de sus Tríos, opus 1 (1795); comprende su etapa como “el nuevo Mozart” o “el nuevo Haydn” y se extiende a obras de una notoria originalidad que ya no son “el nuevo” nadie. De ese tiempo, su obra más recordada debe ser la Sonata casi una fantasía, opus 27, nº 2, conocida como “Claro de luna”, prototipo de una concepción romántica de pieza para piano destinada a funcionar no tanto como discurso, sino como una instalación sonora que genera un clima sugerente: el flujo de los tresillos en la mano derecha, las notas profundas y esparcidas del bajo bien grave, la melodía parca, los claroscuros dados por la alternancia súbita entre mayor y menor, y la intervención eventual de esa figura zigzagueante que sube y baja, todo bañado en resonancia (el pedal constantemente apretado).
La etapa 2A sería la llamada “fase heroica” de su producción, posterior al diagnóstico de sordera y al testamento de Heiligenstadt. Es su momento más influyente, el de la soledad histórica aludida al inicio de esta nota. Para hacer la Sinfonía heroica (1804), entre otras cosas, Beethoven tuvo que resolver problemas estructurales para sostener una pieza tan larga (unos 50 minutos). La dimensión de la obra no era una mera cuestión de megalomanía: era una condición imprescindible para acentuar el aspecto antropomórfico que la música clásica venía desarrollando, es decir, músicas que emulan procesos psicológicos o narrativos. Aquí los picos de emoción son construidos con recursos que imitan el esfuerzo: un intento sale mal, entonces buscamos otro camino, recobramos el aliento, redoblamos y finalmente accedemos al clímax. Sin esa sensación de tiempo transcurrido, de sustancia acumulada, no se podría justificar el clímax de una crispación sin precedentes: la orquesta a pleno martillando por cinco veces consecutivas un acorde disonante (séptima mayor) que suena como un bocinazo y que desemboca, antes de aflojar, en un acorde aun más disonante. La duración del movimiento permite algo más: generar una “historia” para el tema principal. Ese tema tiene todos los atributos de un toque militar, pero es presentado de una forma que contradice esa vocación: con una dinámica suave en los violonchelos y con un final descendente y disonante. En el correr de la pieza ese tema irá, poco a poco, cumpliendo su destino: la sonoridad brillante de cornos y trompetas, la dinámica fuerte y un final consonante y ascendente, erecto. En términos de guion cinematográfico, se puede decir que ese tema tiene un arco de desarrollo, sufre un proceso irreversible, termina distinto de como empezó luego de haber pasado por una serie de aventuras, algunas dolorosas y otras placenteras. Esa profundización de la narrativa dramática de la música contribuyó a incrementar el estatus y el atractivo de la música instrumental, que ahora competía con la novela, el teatro y, más adelante, con el cine, compartiendo la potencialidad transformadora o “filosófica” de esas formas artísticas y trascendiendo la mera función de modular el ánimo momentáneo del oyente.
La duración del primer movimiento de la Heroica estaba obtenida con el procedimiento mozartiano de emplear una profusión de ideas temáticas. Pero el ideal de Beethoven, siguiendo a Goethe, tenía más que ver con la conquista de una organicidad, que fue lo que buscó con la Quinta sinfonía (1808). El motivo inicial de cuatro notas aparece por doquier, no sólo en el primer movimiento. El scherzo engancha con el finale luego de una extensa preparación, en que la música crece desde la esquelética sonoridad de pizzicati hasta la explosión solar del tutti con toda la orquesta haciendo un tema rimbombante. Es un efecto tan fuerte que, para la reexposición, Beethoven lo tuvo que repetir, reiterando una parte del movimiento previo, que surge implantado en el Finale como si fuera un flashback. De esa manera, los movimientos de la obra se volvieron inseparables, ya que están entrañados unos en los otros, y la pieza entera suena como un periplo unificado que va del inconformismo rabioso del inicio a la gloria victoriosa del final.
La relativa tranquilidad propiciada por la pensión vitalicia (1808) dio inicio a la etapa 2B, la “fase romántica”. Las obras se vuelven más breves y también más líricas, nostálgicas, menos incisivas. Es el momento en que Beethoven más se va a parecer a la generación siguiente, la generación romántica. En ese momento, hay dos invenciones especialmente importantes. Una es la del ciclo de canciones; la canción, o Lied, era un género cercano a lo popular, intimista, breve. Agrandarlo, como Beethoven había hecho con los movimientos sinfónicos, lo hubiera descaracterizado. En A la amada distante (1816), el compositor enganchó seis canciones distintas con una temática común de anhelo amoroso, separación y nostalgia. La canción final rememoraba la primera. Con el ciclo, era posible preservar la sencillez de cada piecita constituyente, generando, en lo global, una obra de mayor alcance. Variantes de ese recurso serían usadas por varios compositores, y, en definitiva, el LP “conceptual”, que ganaría prominencia en la era del rock, derivó de la idea del ciclo de canciones. El otro invento, que se manifiesta en A la amada distante o en la sonata opus 101 (también de 1816), es el acto de memoria: el regreso de determinada idea musical como si fuera una reminiscencia traída a colación por alguna asociación de ideas, que aparece a veces de manera fugaz y sugiere un nuevo camino a seguir. Esa emulación de la memoria profundizó el carácter antropomórfico (o psicomórfico) de la música.
Su período 3A se caracteriza por la falta de característica o, mejor dicho, por la copresencia de rasgos extremos y muy distintos entre ellos. Aquí surgen sus obras más monumentales (la Missa solemnis, la Novena, las Variaciones Diabelli, la Sonata Hammerklavier) junto con las brevísimas bagatelas: lo más masivo se abre paso junto a lo más exclusivo y casi impenetrable.
La Novena (1824), con cerca de una hora de largo, parecía romper los límites no sólo de duración, sino también del propio género, ya que en el movimiento final intervenían un coro y cuatro cantantes solistas. Esa transgresión sería, de ahí en más, un importante punto de discusión. Para la tendencia más vanguardista de mediados del siglo XIX (Berlioz, Liszt, Wagner), Beethoven estaría demostrando que la noción de género musical había perdido sentido, y de acá en más uno debería componer tan sólo en función de las necesidades intrínsecas a cada idea, sin encuadrarse en modelos ya establecidos.
En la Novena, Beethoven buscó compatibilizar la duración enorme (aun más que la de la Heroica) con la demanda de integración orgánica. El inicio era lentísimo, como una situación estática que paulatinamente iba ganando mayor movimiento. Eso, por un lado, imponía una disposición a un discurso extenso. Por otro lado, un inicio así parecía presuponer un público expectante, silencioso, reverencial, que la obra de Beethoven había contribuido a formar. Sin esa actitud casi religiosa de parte del público, ese inicio carecería de sentido y perdería efecto. El clímax ya no estaba en el desarrollo, sino en la reexposición: el tema principal, cuando regresaba luego del desarrollo, irrumpía como un cataclismo. Es como si se hubiera roto una represa: toda la orquesta tocando en fortísimo, los timbales sosteniendo un rulo atronador y el tema dejándose oír, pero medio ahogado en una masa sonora descontrolada, que sólo poco a poco se iría asentando para devolvernos una atmósfera respirable y límpida. El segundo movimientofue el prototipo del scherzo malvado. Es juguetón, sí, como lo es por definición un scherzo, pero juega con su propia cara seria, con cierto aire diabólico, medio burlón, medio inquietante. Y el final coral, que contiene la famosa “Oda a la alegría”, para sostenerse en sus 25 minutos de largo recurría a la táctica, también sumamente influyente, de contener, en un mismo movimiento continuo, todas las distintas etapas que solían constituir una sinfonía entera y algunas más: un inicio calamitoso, un recitativo, la presentación de la idea básica (dos veces, una instrumental y otra cantada), un momento juguetón (como un scherzo), otro bien lento y sentimental (como un movimiento lento), y el vivo y catártico jolgorio final.
Si la Novena crecía “hacia afuera”, había otras obras, como las Variaciones Diabelli (1823), que parecían crecer “hacia adentro”. Desde un tema casi ofensivamente bobote, Beethoven da inicio, variación tras variación, a un recorrido lleno de ocurrencias inesperadas hasta que, de pronto, nos percatamos de que estamos en contacto con los sentimientos más sutiles, más delicados, más profundos, más complejos. Pero claro, llegar ahí requiere tiempo, paciencia, confianza, complicidad, concentración.
La etapa final, que sería la 3B, es la de la relativa abstracción. Aquí Beethoven compuso, en forma casi exclusiva, cuartetos de cuerdas (1825-1826). Es un momento desconcertante en su obra, ya que se aparta de la empatía psicológica y parece regresar al concepto preclásico de generar un objeto sonoro interesante. Eso sí, ese interés ya no está determinado por la belleza y las formas convencionales, sino por un “algo” metafísico, no muy fácil de ubicar. Son obras misteriosas, caprichosas construcciones de sentido esquivo, fascinantes objetos de contemplación y análisis, pero que nunca se volvieron populares porque no es cómodo escuchar algo en lo que cueste tanto entender de dónde agarrarse. Es lindo asociar el carácter algo abstracto de esas obras finales con el desapego de quien adivina estar cerca de la muerte, pero eso parece presuponer un cierto poder premonitorio en el compositor, ya que la enfermedad del hígado que lo mató a los 56 años se manifestó sólo unos meses antes del fin y, a partir de entonces, justamente, ya no pudo componer.
Con su demanda de concentración, paciencia, esfuerzo y apertura a una carga dramática movilizadora, la música de Beethoven puede lucir medio desubicada en la era del trap y del reguetón, pero, por suerte, sigue disponible en miles de grabaciones y, cuando vuelva a existir tal cosa, conciertos. Sin ella es imposible entender aspectos cruciales de la historia de la música. Escucharla es, además, una manera muy vívida y gratificante de entrar en contacto con la sensibilidad que imperaba hace dos siglos. Quienes logren conectarse con ella accederán al privilegio de enfrentarse a algunas de las máximas proezas creativas, intelectuales y sensibles del mundo de la música.
Beethoven - Sonata a la luz de la luna
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